domingo, 11 de julio de 2010

Soledad, Enrique Morón

Me duele el corazón, rejas de acero.
y a lo lejos el mar y los marinos.
Los montes juegan a la rueda. Quiero
la libertad del mar y los caminos.

Desde la soledad de mis cristales
digo adiós a las aves emigrantes.
Lloran las hojas. Lluvias torrenciales.
Rojo viento de oestes y levantes.

Ya se acerca la noche. Las esquinas
iluminan su tenue faz de hielo.
Vuelven los niños al hogar. Ovinas
caravanas de nimbos en el cielo.

Queda el pueblo en silencio. Las ventanas
han cerrado sus ojos. Pasa el río
más allá del silencio. Dos campanas
y un alto campanario en el vacío

de una noche otoñal. Amargamente
me he sentado a mi diestra y ha crecido
por mis duras mejillas una fuente
y una flor de cristal descolorido.

Me duele d corazón. Quietud. Se mueve
la aguja del reloj del viejo muro.
Viejos recuerdos. Viejas sombras. Llueve.
Mes de noviembre trágico y oscuro.

De "Paisajes del amor y el desvelo" 1970

Seco dolor en la noche, Enrique Morón

No sé. Quiero llorar. Pero es a veces
cuando el llanto no acude. Y es preciso
llorar. Y es necesario llorar. No sé.
Pero me invade un dolor por el cuerpo.
Un dolor seco de rastrojo. Estío
ha segado mis ojos y no puedo
llorar. Y es necesario llorar. Voy
camino de la muerte. Quizá quiera

morir. ¡Señor, sin una sola lágrima...!
Sin una sola lágrima morir
es algo cruel. Mordiéndome los labios
estoy aquí, cansado, en esta noche

de dolor seco, de dolor abrupto
como el tronco de un árbol. Esta angustia.
Esta quietud robusta. Y es preciso
llorar. Pero no puedo llorar. Soy

una gran piedra sobre la llanura,
un metal oxidado, un árbol seco.
Las noches pasan sobre mí. Las noches
no acaban de pasar. Ni un solo pájaro

canta. Ni una sola hoja se mueve.
Mis mejillas son tierra. Mis mejillas
son tierra con bolinas y cúspides.
Quiero llorar. Pero mi ojos miran.

Presencia, Enrique Morón

Cerca de mí tus ojos,
tu cintura de mimbre,
tu valor de quererme
y tu frágil anhelo
de brisas venideras.

Rotunda estás y eres
para mis labios curvos.

Cerca de mí tus venas
cantando como pájaros.

¡Qué delicada fuerza
me das cuando suspiras!

¡Qué multitud de naves
se alejan por tu frente
cuando en el aire piensas
melancólica y cierta!

¡Oh, tus pechos de novia,
circulares y prietos
como un canto campestre!

Cerca de mí pareces
un horizonte verde,
una esperanza tibia,
un dolor apagado.

Vienes y vas y vienes
para ser siempre nueva
realidad de la tarde
enervada en mis labios.

Vienes y vas y eres
la brisa que despierta
mi estambre. y mi silencio
cálido. Y mi sonrisa.

Oda al signo menos , Enrique Morón

Pero llegó el silencio. Y el otoño
era una muerte horizontal y sola;
los árboles talados, las umbrías
enmohecidas de olvidos y de hojas.

Atardecer. Puñales del ocaso.
Heridas en el sol y carne roja.
Un desfile de brujas van cantando
entre dientes, montadas en escobas.

¿A dónde está el amor? ¿En dónde viven
las alboradas tibias, las alondras
que conocen el ritmo de la sangre
definitiva de las amapolas?

¿Qué corazón soporta esta tristeza
cautiva en lo profundo de la boca?
¿A dónde está el amor? ¿Qué viento fuerte
pulió mi negación rotunda y sobria?

Preguntas y preguntas y silencio
y silencio y silencio, hora tras hora.
Ojos abiertos y cerrados. Ojos
que nada ven y nada esperan. Sombras.

De "Odas numerales" 1972

Oda al número cero, Enrique Morón,

Redonda negación, la nada existe
encerrada en tu círculo profundo
y ruedas derrotado por el mundo
que te dio la verdad que no quisiste.

Como una luna llena es tu figura
grabada en el papel a tinta y sueño.
Dueño de ti te niegas a ser dueño
de toda la extensión de la blancura.

Tu corazón inmóvil y vacío
ha perdido la sangre que no tuvo.
Es inútil segar donde no hubo
más que un cuerpo en el cuerpo sin baldío.

Redonda negación, redonda esencia
que no ha podido ser ni ha pretendido.
Sólo la nada sueña no haber sido
porque no ser es ser en tu existencia.

De "Odas numerales" 1972

Despedida, Enrique Morón

Te vas y yo me quedo para siempre conmigo.
Una quietud de árbol nace por mi cintura.
Te vas como una sombra, reptando la llanura,
herida por las uñas larguísimas del trigo.

Amiga mía fuiste cuando yo fui tu amigo,
guardamos equilibrio de pasión y ternura;
pero el amor se añeja cuando el amor perdura:
ni me arrastra tu marcha ni a quererme te obligo

Te vas y yo me quedo como siempre, contento.
La brisa da en mis ojos caricias y arañazos
y poco a poco surge la redondez del llanto.

Te vas y no me importa. Sí me importa. Lo siento.
Se ha quedado vacío el hueco de mis brazos
y un ruiseñor de piedra ha crecido en mi canto.

De "Paisajes del amor y el desvelo" 1970

Canción, Enrique Morón

Ayer me fui y ayer vine
pero me vuelvo a marchar.

Dichoso el hombre que tiene
casa donde pernoctar
y abrigo para sus hombros
y, para sus labios, pan.

Dichoso el hombre que lleva
ventanas de colegial
y corazón de geranio
y perfumes de azafrán.

Dichoso quien es dichoso
sin poderse desdichar.
Quien tiene muros de piedra
y raíces de olivar.

Ayer me fui y ayer vine
pero me vuelvo a marchar.

Enrique Morón, Biografía


Enrique Morón Morón (Cádiar, Granada, 1942) es un poeta y dramaturgo español.

Catedrático de Instituto de Lengua y Literatura españolas, se licenció en Filología Románica en la Universidad de Granada.[1] En la actualidad, es académico de número de la Academia de Buenas Letras de Granada.

Sus primeras obras datan de 1963 y 1964 (Poemas, Romancero alpujarreño y El alma gris) pero es a partir de 1970 cuando alcanza la madurez, revelándose como una de las voces poéticas más destacadas de la actualidad.[2]


La rica etapa de creatividad en la que vive el poeta Enrique Morón nos viene deparando, últimamente, la alegría de ver cómo van sucediéndose sus entregas y cómo sus libros más recientes van sumando logros y enriqueciendo su obra mayor. Hablo de una obra conformada por más de una decena de títulos de sobra acreditados, tanto por la hondura de sus contenidos cuanto por la inteligente y sensitiva lección de estilo a la que se accede a través de cada uno de ellos. Hace algunos meses, en septiembre del año pasado, asistíamos en Órgiva a la presentación de La brisa de noviembre. Fue una noche memorable que compartimos con escritores y artistas como José Martín Recuerda, Rafael Guillén, Francisco Izquierdo, Julio Alfredo Egea, Ángel Cobo, Francisco del Árbol, Juan J. León, Blas Ferrer, Alfonso Garrido y un largo etcétera de nombres señeros de nuestra cultura del sur. Fue una noche de versos y de música barroca, que nos interpretó Guillermo Wulff, una noche en la que tuve la fortuna de acompañar al poeta y anticipar unas palabras a su lectura inolvidable.

VEREDAS

Hoy también quiere el azar que acompañe a Enrique Morón en esta tarde en la que nos ofrece las primicias de sus Veredas, este hermoso y último libro suyo que con tanto mimo aparece en la colección Alhucema, ilustrado con las acuarelas ágiles y juanramonianas de Enrique Durán. Otra entrega más de un autor granadino, tan íntimamente unido a esta ciudad de Almería, que viene a recordarnos la alta calidad de la poesía andaluza de hoy; una poesía que, gracias a títulos como el que nos ocupa, puede ofrecer resistencia a ser anulada por la banalidad de la hora presente.

POESÍA COMPLETA
No voy a extenderme en recordar los hitos significativos de la obra de Enrique Morón, recogida en su mayor parte en Poesía 1970-1988 y completada con las entregas: Despojos (1990), La brisa de noviembre (1995) y estas Veredas que culminan por ahora su obra, sin contar, claro está, con los libros inéditos. Voy, como es lógico, a perderme un poco con ustedes, si me lo permiten, por esas Veredas, que cruzan el territorio de un mundo lírico pleno de sensibilidad, de maestría formal, de confidencias y de reflexiones sobre la vida, el amor, el paisaje y la muerte. Y todo ello en un permanente vaivén de la conciencia desde el hoy al ayer que nos depara tantas otras emociones intermedias. Por eso yo entiendo que es un acontecimiento saludar a un libro así, pequeño en su formato pero gigante en su enseñanza, e impagable por sus puertas abiertas a la nostalgia, a la tristeza, a la dicha de vivir, a la denuncia, al milagro, al amor, al deseo, al miedo. Estos versos que hoy nos convocan, convidarán a otros que aún no han nacido y, por encima del tiempo y del curso de las generaciones, estamos iniciando ese raro diálogo, esa imaginaria conexión enigmática. Aquí empieza la historia pública de unos versos que se han escrito para ser comunicados, para ser compartidos y a los que, con toda probabilidad, aguarda un futuro más amplio del que nos espera a cualquiera de nosotros. Y es que la poesía, cuando es de ley, tiene esa virtud de perpetuarse en muchas generaciones y esa facultad de filtrarse por el tiempo y las culturas más diversas.

LA BRISA DE NOVIEMBRE

Cualquier lector fiel a la obra de Enrique Morón habrá notado, nada más ojear Veredas y leer los primeros poemas, una cierta continuidad con el último texto de su anterior La brisa de noviembre. En La brisa de noviembre se terminaba con una composición titulada "Vámonos a los campos"(Que los arroyos crezcan en tus ojos/ y en mis palabras brisas, amor, vámonos/ a los campos) y en Veredas se inicia el volumen con otro poema de título parecido "Hacia los campos" que semeja ser la continuación efectiva de aquella propuesta. Sin embargo Veredas es un libro anterior en factura a La brisa de noviembre y, en cierto modo, es precursor del tono lírico mantenido en este título. De cualquier modo hay una continuidad de lenguaje y un parentesco de registros y de atmósferas, con la diferencia de que en Veredas veo más presente a esa amada con la que se dialoga desde los versos, a esa amada confidente.
El amor, sin duda, es el tema dominante en Veredas frente a una mayor diversidad en La brisa de noviembre. El amor y, claro está, el sentimiento de la naturaleza, esa suerte de alabanza de aldea que impregna medularmente su discurso, frente al rechazo de lo urbano. Es Enrique Morón un poeta colmado de naturaleza, como hubiera dicho Juan Ramón Jiménez, y en ella, en sus paisajes, se instala el ideal que quiere compartirse con la amada, esa Arcadia particular, decía yo en otro lugar, que es patria íntima y territorio frecuente de sus versos. Ambos motivos dan carne y sangre al conjunto, estructurado por el autor en cuatro ciclos bien diferenciados, que guardan cierto paralelismo, en su totalidad, no sólo con La brisa de noviembre, sino también con Soledad y Sereno manantial, las entregas que coronaban su obra poética completa.
La omnipresencia del tema amoroso hace que los poemas, breves por lo común, de dos o tres estrofas muchos de ellos, se conciban como un diálogo permanente con el tú de la amada. De ahí que sean frecuentes los apóstrofes, ruegos, consejos y peticiones al ser querido. Estas dos grandes vertientes son las que sobresalen de una forma reiterativa a lo largo de todo el poemario. Amor y naturaleza como paradigmas continuos de esa última etapa de su lírica, en la que el desahogo íntimo se vuelve confidencia, queja, invitación, condena, ruego, súplica, y es el amor, la amada, la destinataria de tales sentimientos, cuando no causa y origen de los mismos:

Amada azul que brincas por mis venas
en la noche perfumada de los besos;
dame la fuente clara de tus penas,
tus senos altos, sólidos, ilesos.
(pág. 16)

Se trata de poemas en los que triunfa la enumeración de elementos del paisaje, de la naturaleza en todas sus dimensiones: flora, fauna, y otros agentes y fenómenos: la luz, la brisa, el atardecer, el ocaso. Se trata, de nuevo, como es costumbre en el escritor, de textos acogidos a una idea compositiva global, concebida como ciclo completo, de temática unitaria y de arquitectura muy pensada. Como lectores, vamos percibiendo a través de ellos esa sensación de dinamismo, de paseo permanente por el campo, esa bocanada de libertad que nos depara el disfrute del paisaje, de un paisaje multiplicador de emociones en la palabra. La vieja metáfora manriqueña de la vida como camino, adquiere en estas otras Veredas, una dimensión panteísta en la que no es extraño detectar un sentimiento cósmico, de amor, también al mundo. La vida, el camino, en otro plano superior, late en su entraña. Se trata del camino por el que paseamos, del sendero en el que nos detenemos un momento, pero también de ese otro camino de los sueños, de ese otro sendero de la vida en el que el amor ha dejado sus marcas y sus señas:

La tarde se diluye entre tus brazos
y el horizonte incendia tus cabellos.
Por la vereda de los sueños vamos.
Vamos por la vereda de los sueños.
(pág., 28)

El libro, a la par que nos invita a ese dinámico recorrido por los campos reales o evocados del poeta, también se nos ofrece como una magistral ejemplificación de Arte Poética. El repertorio de recursos de estilo es riquísimo y es raro el poema en el que no nos deslumbre una insólita metáfora o nos sorprendan sus imágenes, sus aliteraciones, sus personificaciones, o sus insólitas enumeraciones sensoriales. Desprenden sus páginas todo ese cromatismo sensual que nutre la paleta de un pintor escogido. El paisaje se traza con rasgos firmes, rápidos, convincentes o se aboceta a veces para dar entrada en él a los sentimientos, que cobran entonces mayor protagonismo.
Como en otros libros anteriores también aquí juega un papel primordial el recuerdo de un ayer edénico, cruzado por las sombras de otras penas hondas y de otras nostalgias que ponen su contrapunto a la alegría de los árboles, de las riberas o de los cielos recuperados. Los ejes del pasado (el ayer) y del presente van conformado ese discurso que rinde balance de conquistas o de sueños aplazados. La vida / nos ha tornado lógicos, dirá el poeta en un texto que nombra "Aquel estío". Porque en el ayer siguen intactas la alegría, la felicidad, esa sensación de invulnerabilidad, y esa esperanza que el paso del tiempo ha ido matizando hasta deparar este hoy de la escritura en el que pesa y cumple la vida vivida. Ese tránsito, ese transcurso, ese paso del tiempo está marcado por la referencia a los astros, a las estaciones, o señalado por la lengua broncínea de las campanas que anuncian la hora cotidiana de los pueblos del sur. Esa hora irreal en la que casi se percibe el silencio de los campos, esa hora honda y mágica en la que, de repente, como el Dante nos recuerda, nos vemos en medio del camino de la vida y ante la incertidumbre y los presentimientos de lo por venir:

Ya no somos muchachos adolescentes.
Los días platearon nuestros cabellos.
Campanas arrogantes. Altas veredas.
Silencio de los campos. Tus ojos negros

guardan el mismo brillo bajo la luna
grande de las montañas y el mismo miedo.
Ya no somos muchachos adolescentes.
Silencio de los campos, amor. Silencio.
(pág., 76)

Poemas, como podemos comprobar, de un alto poder sugeridor, que a veces se nimban de un cierto reflejo becqueriano, o que basculan entre la tradición culta y la popular. Estrofas limpias o de versos encabalgados, que resaltan esta efímera esencia de la vida, transmutada en veredas del amor, del recuerdo, del paisaje. Pero ante todo del amor, como apuntaba al principio. Este es libro amoroso por excelencia, en el que brillan con muchos matices los ojos de la amada. La importancia, por ejemplo, de la mirada hace de estos versos ejemplo de sublimación, propuesta de idealismo. Resulta curioso, a este respecto, cómo llega a convertirse en un leit-motiv este aspecto temático de la mirada, ese escudriñar la verdad de los ojos que adquieren una multiplicidad de variantes a lo largo de todo el libro. Así desde la propuesta de Mirémosnos y amemos este mundo/ deteriorado, frágil del poema "Otero", pasando por aquel estío de tus ojos, o ese Ausente posas tu mirada al viento, o esos ojos fluviales o ese vivir al borde de tus ojos, los ojos serán ojos absortos, otoñales, negros, tibios, etc., e irán adquiriendo valores próximos al clima sensitivo de las composiciones. A veces este asunto se convierte en materia central de un poema, como ocurre en "Tu mirada", en donde el poeta manifiesta más claramente la seducción que esos ojos ejercen sobre su vida y sobre su escritura:

Yo sé que tu mirada me sumerge,
me inunda en el silencio de la noche.
Espérame a la aurora y el rocío
brinque a tu cuerpo y a mi cuerpo torne.

Yo sé que tu mirada me desvela,
me sube al pecho con clamor de bronce.
¿A dónde puedo ir si no me miras?
Y si me miras ¿dónde iré?, ¿por dónde?
(pág., 44)


AMOR Y NATURALEZA (SOMOV)

Como es lógico son otros muchos los registros que el amor adquiere en estos versos, pero no hace al caso analizarlos aquí pormenorizadamente. Baste esta muestra para advertir que el amor también contempla otras muchas vertientes de las que no están ausentes el deseo o el erotismo, la súplica, la duda o el canto desinhibido de su gozo permanente. Cuatro apartados, en suma, que nos darían mucho que hablar; cuatro series en la que se van sucediendo múltiples variantes en el paso de una a otra. Así, por ejemplo, si en Hacia los campos, es mayor el equilibrio entre amor y naturaleza, en la segunda, Confidencias, adquiere palpable relevancia el hecho erótico, desde el intimismo habitual de su estilo, al tiempo que se dejan sentir otras emociones oscuras, otros estados de tristeza, de soledad, de cierta incomunicación, etc. Ya en la tercera, Violonchelos, junto al tema de la música, que no es marginal en esta entrega, cobra mayor espacio la melancolía y el recuento de lo vivido, junto con otras nieblas de desesperanza. Pero el amor es el refugio, la salvación, el alimento del espíritu. Con esa única certeza se llega a La calle del silencio, el último tramo del texto, en el que se deja constancia, desde posiciones críticas del fraude, de la moral pervertida, y se nombra, con plena conciencia el absurdo mundo o se hace referencia a los oscuros tiempos. Es un pecho involucrado, el que habla, y es al amor al que le pide permanencia y alivio.
PAISAJE CON GRANJA (JOSÉ LUPIÁÑEZ CARRASCO)

Un privilegio enorme es para mí poder sumar mi entusiasmo al de los que aquí nos reunimos para dar la bienvenida a estas Veredas líricas, por las que ha sido tan hermoso transitar. Más que nunca en estos tiempos de angustia, de falsos ídolos y de valores espúreos, los versos de Enrique Morón vienen a devolvernos la verdad esencial de un hombre que, a través del amor, del paisaje o de la propia biografía ha sabido interpretar las emociones y los sentimientos que a todos nos incumben y hacer más transitables esos paisajes de nuestra cotidianeidad dando pruebas de un estilo impecable y dejándonos sin altisonancia el ejemplo de su intimismo, pleno de autenticidad, de equilibrio y de sabiduría poética.


JOSÉ LUPIÁÑEZ
Teatro Apolo. Almería,
29 de marzo de 1996

jueves, 1 de julio de 2010

Me queda la palabra , Paco Ibañez

Vi que estabas..., Blas de Otero

Volví la frente: Estabas. Estuviste
esperándome siempre.
Detrás de una palabra
maravillosa, siempre.

Abres y cierras, suave, el cielo.
Como esperándote, amanece.
Cedes la luz, mueves la brisa
de los atardeceres.

Volví a la vida; vi que estabas
tejiendo, destejiendo siempre.
Silenciosa, tejiendo
(tarde es, amor, ya tarde y peligroso.)
y destejiendo nieve...

Porque quiero tu cuerpo ciegamente..., Blas de Otero

Porque quiero tu cuerpo ciegamente.
Porque deseo tu belleza plena.
Porque busco ese horror,
esa cadena mortal,
que arrastra inconsolablemente.
Inconsolablemente.

Diente a diente,
voy bebiendo tu amor,
tu noche llena.
Diente a diente, Señor,
y vena a vena vas sorbiendo mi muerte.
Lentamente.

Porque quiero tu cuerpo
y lo persigo a través de la sangre y de la nada.
Porque busco tu noche toda entera.
Porque quiero morir,
vivir contigo esta horrible tristeza enamorada
que abrazaría, oh Dios, cuando yo muera.

Música tuya, Blas de Otero

¿Es verdad que te gusta verte hundida
en el mar de la música; dejarte
llevar por esas alas; abismarte
en esa luz tan honda y escondida?

Si es así, no ames más; dame tu vida,
que ella es la esencia y el clamor del arte;
herida estás de Dios de parte a parte,
y yo quiero escuchar sólo esa herida.

Mares, alas, intensas luces libres,
sonarán en mi alma cuando vibres,
ciega de amor, tañida entre mis brazos.

Y yo sabré la música ardorosa
de unas alas de Dios, de una luz rosa,
de un mar total con olas como abrazos.

Ímpetu, Blas de Otero

Mas no todo ha de ser ruina y vacío.
No todo desescombro ni deshielo.
Encima de este hombro llevo el cielo,
y encima de este otro, un ancho río

de entusiasmo. Y, en medio, el cuerpo mío,
árbol de luz gritando desde el suelo.
Y, entre raíz mortal, fronda de anhelo,
mi corazón en pie, rayo sombrío.

Sólo el ansia me vence. Pero avanzo
sin dudar, sobre abismos infinitos,
con la mano tendida: si no alcanzo

con la mano, ¡ya alcanzaré con gritos!
y sigo, siempre, en pie, y así, me lanzo
al mar, desde una fronda de apetitos.

De "Ángel fieramente humano" 1950

En el principio, Blas de Otero

Si he perdido la vida, el tiempo, todo
lo que tiré, como un anillo, al agua,
si he perdido la voz en la maleza,
me queda la palabra.

Si he sufrido la sed, el hambre, todo
lo que era mío y resultó ser nada,
si he segado las sombras en silencio,
me queda la palabra.

Si abrí los labios para ver el rostro
puro y terrible de mi patria,
si abrí los labios hasta desgarrármelos,
me queda la palabra.

Cuerpo tuyo, Blas de Otero

Esa tierra con luz es cielo mío.
Alba de Dios, estremecidamente
subirá por mi sangre. Y un relente
de llama, me dará tu escalofrío.

Puente de dos columnas, y yo río.
Tú, río derrumbado, y yo su puente
abrazando, cercando su corriente
de luz, de amor, de sangre en desvarío.

Ahora, brisa en la brisa. Seda suave.
Ahora, puerta plegada, frágil llave.
Muro de luz. Leve, sellado, ileso.

Luego, fronda de Dios y sima mía.
Ahora. Luego. Por tanto. Sí, por eso
deseada y sin sombra todavía.

Cuerpo de la mujer, Blas de Otero

...Tántalo en fugitiva fuente de oro
Quevedo

Cuerpo de la mujer, río de oro
donde, hundidos los brazos, recibimos
un relámpago azul, unos racimos
de luz rasgada en un frondor de oro.

Cuerpo de la mujer o mar de oro
donde, amando las manos, no sabemos,
si los senos son olas, si son remos
los brazos, si son alas solas de oro...

Cuerpo de la mujer, fuente de llanto
donde, después de tanta luz, de tanto
tacto sutil, de Tántalo es la pena.

Suena la soledad de Dios. Sentimos
la soledad de dos. Y una cadena
que no suena, ancla en Dios almas y limos.

Crecida, Blas de Otero

Con la sangre hasta la cintura, algunas veces
con la sangre hasta el borde de la boca,
voy
avanzando
lentamente, con la sangre hasta el borde de los labios
algunas veces,
voy
avanzando sobre este viejo suelo, sobre
la tierra hundida en sangre,
voy
avanzando lentamente, hundiendo los brazos
en sangre,
algunas
veces tragando sangre,
voy sobre Europa
como en la proa de un barco desmantelado
que hace sangre,
voy
mirando, algunas veces,
al cielo
bajo,
que refleja
la luz de la sangre roja derramada,
avanzo
muy
penosamente, hundidos los brazos en espesa
sangre,
es
como una esperma roja represada,
mis pies
pisan sangre de hombres vivos
muertos,
cortados de repente, heridos súbitos,
niños
con el pequeño corazón volcado, voy
sumido en sangre
salida,
algunas veces
sube hasta los ojos y no me deja ver,
no
veo más que sangre,
siempre
sangre,
sobre Europa no hay más que
sangre.

Traigo una rosa en sangre entre las manos
ensangrentadas. Porque es que no hay más
que sangre,

y una horrorosa sed
dando gritos en medio de la sangre

Ciegamente, Blas de Otero

Porque quiero tu cuerpo ciegamente.
porque deseo tu belleza plena.
Porque busco ese horror, esa cadena
mortal, que arrastra inconsolablemente.

Inconsolablemente. diente a diente,
vos bebiendo tu amor, tu noche llena.
Diente a diente, Señor, y vena a vena
vas sorbiendo mi muerte. Lentamente.

Porque quiero tu cuerpo y lo persigo
a través de la sangre y de la nada.
porque busco tu noche toda entera.

Porque quiero morir, morir contigo
esta horrible tristeza enamorada
que abrazarás, oh, Dios, cuando yo muera.

Aire libre , Blas de Otero

Si algo me gusta, es vivir.
Ver mi cuerpo en la calle,
hablar contigo como un camarada,
mirar escaparates
y, sobre todo, sonreír de lejos
a los árboles...

También me gustan los camiones grises
y muchísimo más los elefantes.
Besar tus pechos,
echarme en tu regazo y despeinarte,
tragar agua de mar como cerveza
amarga, espumeante.

Todo lo que sea salir
de casa, estornudar de tarde en tarde,
escupir contra el cielo de los tundras
y las medallas de los similares,
salir
de esta espaciosa y triste cárcel,
aligerar los ríos y los soles,
salir, salir al aire libre, al aire.

Blas de Otero, Biografía


Blas de Otero

(Bilbao, 1916 - Madrid, 1979) Poeta español. Su obra, que parte de la angustia metafísica para desembocar en lo social y testimonial, es una de las más importantes de la lírica de posguerra, y un ejemplo del llamado "exilio interior" que caracterizó a buena parte de la resistencia contra el franquismo ejercida desde la propia España.

Educado con los jesuitas, estudió Derecho en Valladolid y Filosofía y Letras en Madrid. En 1951, a raíz de un viaje a París, ingresó en el Partido Comunista. Vivió largos períodos en Francia y en Cuba.

Sus primeros poemarios pusieron de manifiesto sus inquietudes religiosas. En Cántico espiritual (1942), la influencia de los místicos españoles se expresó a través de una fe inquebrantable, pero ya en Ángel fieramente humano (1950) predominó el conflicto metafísico, con exasperados diálogos con Dios en los que se alternan la súplica dolorida y un sombrío nihilismo.

A partir de Redoble de conciencia (1951) el grito de angustia individual se proyectó en lo universal, y reflejó el horror provocado por los conflictos bélicos acaecidos en España y Europa. Posteriormente apareció Ancia (1958), título formado con la primera y la última sílabas, respectivamente, de los dos volúmenes anteriores, donde se incluyeron bastantes poemas inéditos.

Ancia es quizá la mejor parte de su obra: poesía bronca y "desarraigada" (en calificación de su prologuista Dámaso Alonso), de imprecación religiosa y de intensa desolación existencial; expresión asimismo de una poderosa energía verbal, con predominio de formas clásicas (en especial el soneto), agresiva imaginería y juegos conceptistas, coexistencia de niveles léxicos dispares (culto, coloquial), hábil recurso a la armonía imitativa, empleo del collage. Esta lengua poética singularizará siempre su poesía, a pesar de los cambios.

Pero fue Pido la paz y la palabra (1955) el libro que señaló más claramente un cambio de rumbo en su lírica, que a partir de ese momento puso en segundo plano su escepticismo existencial para proclamar una nueva fe en la solidaridad humana y afirmar la necesidad de la esperanza salvadora. La tarea primordial fue "demostrar hermandad con la tragedia viva", lo que consiguió a través de un credo poético combativo y comprometido.

En castellano (1960) fue una prolongación de esta preocupación social, mientras que, frente a la "inmensa minoría" que J. R. Jiménez declaró como destinataria de sus versos, de Otero se dirigió a la totalidad de las gentes con libros como Con la inmensa mayoría (1961) y Hacia la inmensa mayoría (1962), compendio de su producción anterior. La voz áspera y agitada del autor, que recordaba frecuentemente el tono crispado de Miguel de Unamuno, continuó pronunciándose en Esto no es un libro (1963), Que trata de España (1964), Mientras (1970) y Poesía con nombres (1977). Abordó también la prosa autobiográfica en Historias fingidas y verdaderas (1970).