lunes, 9 de noviembre de 2009

William Shakespeare, Biografía


En torno a 1860, al tiempo que culminaba su obra Los miserables, Victor Hugo escribió desde el destierro: "Shakespeare no tiene el monumento que Inglaterra le debe". A esas alturas del siglo XIX, la obra del que hoy es considerado el autor dramático más grande de todos los tiempos era ignorada por la mayoría y despreciada por los exquisitos. Las palabras del patriarca francés cayeron como una maza sobre las conciencias patrióticas inglesas; decenas de monumentos a Shakespeare fueron erigidos inmediatamente.

En la actualidad, el volumen de sus obras completas es tan indispensable como la Biblia en los hogares anglosajones; Hamlet, Otelo o Macbeth se han convertido en símbolos y su autor es un clásico sobre el que corren ríos de tinta. A pesar de ello, William Shakespeare sigue siendo, como hombre, una incógnita.

Grandes lagunas, un ramillete de relatos apócrifos y algunos datos dispersos conforman su biografía. Ni siquiera se sabe con exactitud la fecha de su nacimiento. Esto daría pie en el siglo pasado a una extraña labor de aparente erudición, protagonizada por los "antiestratfordianos", tendente a difundir la maligna sospecha de que las obras de Shakespeare no habían sido escritas por el personaje histórico del mismo nombre, sino por otros a los que sirvió de pantalla. Francis Bacon, Edward de Vere, Walter Raleigh, la reina Isabel I e incluso la misma esposa del bardo, Anne Hathaway, fueron los candidatos propuestos por los especuladores estudiosos a ese ficticio Shakespeare. Según otra teoría, su amigo el dramaturgo Christopher Marlowe habría sido el verdadero autor: no habría muerto a los veintinueve años, en una pelea de taberna como se creía, sino que logró huir al extranjero y desde allí enviaba sus escritos a Shakespeare.

Ciertos aficionados a la criptografía creyeron encontrar, en sus obras, claves que revelaban el nombre de los verdaderos autores. En consonancia con las carátulas teatrales, Shakespeare fue dividido en el Seudo-Shakespeare y en Shakespeare el Bribón. Bajo esta labor de mero entretenimiento alentaba un curioso esnobismo: un hombre de cuna humilde y pocos estudios no podía haber escrito obras de tal grandeza.

Afortunadamente, con el transcurrir de los años, ningún crítico serio, menos dedicado a injuriar que a discernir, más preocupado por el brillo ajeno que por el propio, ha suscrito estas anécdotas ingeniosas. Pero de las muchas refutaciones con que han sido invalidadas, ninguna tan concluyente, aparte de los escasos pero incontrovertibles datos históricos, como el testimonio de la obra misma; porque a través de su estilo y de su talento inconfundibles podemos descubrir al hombre.

Los orígenes:

En el sexto año del reinado de Isabel I de Inglaterra, el 26 de abril de 1564, fue bautizado William Shakespeare en Stratford-upon-Avon, un pueblecito del condado de Warwick que no sobrepasaba los dos mil habitantes, orgullosos todos ellos de su iglesia, su escuela y su puente sobre el río. Uno de éstos era John Shakespeare, comerciante en lana, carnicero y arrendatario que llegó a ser concejal, tesorero y alcalde. De su unión con Mary Arden, señorita de distinguida familia, nacieron cinco hijos, el tercero de los cuales recibió el nombre de William. No se tiene constancia del día de su nacimiento, pero tradicionalmente su cumpleaños se festeja el 23 de abril, tal vez para encontrar algún designio o fatalidad en la fecha, ya que la muerte le llegó, cincuenta y dos años más tarde, en ese mismo día.

Así, pues, no fue su cuna tan humilde como asegura la crítica adversa, ni sus estudios tan escasos como se supone. A pesar de que Ben Johnson, comediógrafo y amigo del dramaturgo, afirmase exageradamente que "sabía poco latín y menos griego", lo cierto es que Shakespeare aprendió la lengua de Virgilio en la escuela de Stratford, aunque fuera como alumno poco entusiasta, extremos ambos que sus obras confirman. La madre provenía de una vieja y acomodada familia católica, y es muy posible que el poeta, junto con sus dos hermanos y una hermana, fuese educado en la fe de su madre.

Sin embargo, no debió de permanecer mucho tiempo en las aulas, pues cuando contaba trece años la fortuna de su padre se esfumó y el joven hubo de ser colocado como dependiente de carnicería. A los quince años, según se afirma, era ya un diestro matarife que degollaba las terneras con pompa, esto es, pronunciando fúnebres y floreados discursos. Se lo pinta también deambulando indolente por las riberas del Avon, emborronando versos, entregado al estudio de nimiedades botánicas o rivalizando con los más duros bebedores y sesteando después al pie de las arboledas de Arden.

A los dieciocho años hubo de casarse con Anne Hathaway, una aldeana nueve años mayor que él cuyo embarazo estaba muy adelantado. Cinco meses después de la boda tuvo de ella una hija, Susan, y luego los gemelos Judith y Hamnet. Pero Shakespeare no iba a resultar un marido ideal ni ella estaba tan sobrada de prendas como para retenerlo a su lado por mucho tiempo. Los intereses del poeta lo conducían por otros derroteros antes que camino del hogar. Seguía escribiendo versos, asistía hipnotizado a las representaciones que las compañías de cómicos de la legua ofrecían en la Sala de Gremios de Stratford y no se perdía las mascaradas, fuegos artificiales, cabalgatas y funciones teatrales con que se celebraban las visitas de la reina al castillo de Kenilworth, morada de uno de sus favoritos.

Según la leyenda, en 1586 fue sorprendido in fraganti cazando furtivamente. Nicholas Rowe, su primer biógrafo, escribe: "Por desgracia demasiado frecuente en los jóvenes, Shakespeare se dio a malas compañías, y algunos que robaban ciervos lo indujeron más de una vez a robarlos en un parque perteneciente a sir Thomas Lucy, de Charlecote, cerca de Stratford. En consecuencia, este caballero procesó a Shakespeare, quien, para vengarse, escribió una sátira contra él. Este acaso primer ensayo de su musa resultó tan agresivo que el caballero redobló su persecución, en tales términos que obligó a Shakespeare a dejar sus negocios y su familia y a refugiarse en Londres". Pero es más plausible que el virus del teatro lo impulsara a unirse a alguna farándula de cómicos nómadas de paso por Stratford, abandonando hijos y esposa y trocándolos por la a la vez sombría y espléndida capital del reino.

Shakespeare en la ciudad del teatro:

A partir de ese momento hay una laguna en la vida de Shakespeare, un período al que los biógrafos llaman "los años oscuros". No reaparece ante nuestros ojos hasta 1593, cuando es ya un famoso dramaturgo y uno de los personajes más populares de Londres. Entretanto se le atribuyen los siguientes empleos: pasante de abogado, maestro de escuela, soldado de fortuna, tutor de noble familia e incluso guardián de caballos a la puerta de los teatros. Pasarían varios meses hasta que pudiera ingresar en ellos y meterse entre bastidores, primero como traspunte o criado del apuntador, luego como comparsa, más tarde como actor reconocido y, por fin, como autor de gran y merecido prestigio.

Prohibidos por un ayuntamiento puritano que los consideraba semillero de vicios, los teatros se habían instalado al otro lado del Támesis, fuera de la jurisdicción de la ciudad y de la molestia de sus alguaciles. La Cortina, El Globo, El Cisne o Blackfriars no eran muy distintos de los corrales hispanos donde se representaba a Lope de Vega. La escenografía resultaba en extremo sencilla: dos espadas cruzadas al fondo del proscenio significaban una batalla; un actor inmóvil empolvado con yeso era un muro, y, si separaba los dedos, el muro tenía grietas; un hombre cargado de leña, llevando una linterna y seguido por un perro, era la luna.

El vestuario se improvisaba en un rincón de la escena semioculto por cortinas hechas jirones, a través de las que el público veía a los actores pintándose las mejillas con ladrillo en polvo o tiznándose el bigote con corcho carbonizado. Mientras los actores gesticulaban y declamaban, los hidalgos y los oficiales, acomodados a su mismo nivel sobre la plataforma, les desconcertaban con sus risas, sus gritos y sus juegos de cartas, prestos a lucir su ingenio improvisando réplicas y a echar a perder la representación si la obra no les complacía. En torno al patio, las galerías acogían a las damas de alcurnia y los caballeros. Y en el fondo de "la cazuela", envueltos en sombras, sentados en el suelo entre jarras de cerveza y humo de pipas, se veía a "los hediondos", el maloliente pueblo.

En todo caso, se trataba de un público con más imaginación que el actual o, al menos, buen conocedor de las convenciones teatrales impuestas por la penuria o por la ley. Inspirándose en el severo primitivismo del Deuteronomio, los legisladores puritanos prohibían la presencia de mujeres en la escena. Las Julietas, Desdémonas y Ofelias de Shakespeare fueron encarnadas por jovencitos bien parecidos de voz atiplada, ascendidos a Hamlets, Macbeths y Otelos en cuanto les despuntaba la barba y les cambiaba la voz. Tal era el teatro en que Shakespeare empezó su carrera dramática.

La fecundidad:

Hacia 1589, Shakespeare comenzó a escribir. Lo hacía en hojas sueltas, como la mayoría de los poetas de entonces. Los actores aprendían y ensayaban sus papeles a toda prisa y leyendo en el original, del que no se sacaban copias por falta de tiempo; de ahí que ya no existan los manuscritos. Como cada tarde se ofrecía una obra diferente, el repertorio había de ser muy variado. Si la obra fracasaba ya no se volvía a escenificar. Si gustaba era repuesta a intervalos de dos o tres días. Una obra de mucho éxito, como todas las de Shakespeare, podía representarse unas diez o doce veces en un mes. Algunos actores eran capaces de improvisar a partir de un somero argumento los diálogos de la obra conforme se iba desarrollando la acción. Shakespeare nunca los necesitó.

Acuciado por este ritmo vertiginoso y espoleado por su genio, Shakespeare empezó a producir dos obras por año. En su primera etapa, Shakespeare siguió la línea de estos dramas isabelinos de capa y espada. De estos años (entre 1589 y 1592) son las obras con las que inaugura su crónica nacional, sus dramas históricos: las tres primeras partes de Enrique VI y la historia de quien lo asesinó, Ricardo III. La comedia de los errores, basada en un tema de Plauto, marca su faceta burlesca, y Tito Andrónico, tragedia bárbara inspirada en Séneca, su primera obra de tema romano.

Durante la peste de Londres de 1592 (que los puritanos aprovecharon para mantener cerrados los teatros hasta 1594), Shakespeare se retiró a Stratford y desarrolló sus dotes poéticas. En 1593 publicó Venus y Adonis y en 1594 La violación de Lucrecia, dos poemas largos, dedicados a su joven protector, Henry Wriothesley, conde de Southampton, a quien se suele asociar con uno de los protagonistas de los afamados sonetos. Según figura en los documentos, en 1594 ya era miembro destacado de la mejor compañía de la época, la Lord Chamberlain's Company of Players (Compañía de Actores de lord Chamberlain), nombre tomado de su protector, y había escrito La fierecilla domada, Los dos hidalgos de Verona, dos comedias de inspiración italiana y una tercera, Trabajos de amor perdidos, ambientada en una Navarra imaginaria.

Shakespeare empezó de actor en la compañía y aunque siguió haciéndolo hasta 1603, nunca llegó a interpretar papeles principales. Sin embargo, la experiencia debió serle útil. Como Molière, Brecht o Bulgákov, Shakespeare fue un verdadero hombre de teatro: lo conocía desde dentro, participaba en los ensayos, presenciaba los espectáculos y concebía sus personajes pensando en actores concretos. Paralelamente a su éxito teatral, mejoró su economía. Llegó a ser uno de los accionistas de su teatro, pudo ayudar económicamente a su padre e incluso en 1596 le compró un título nobiliario, cuyo escudo aparece en el monumento al poeta construido poco después de su muerte en la iglesia de Stratford. Entre 1594 y 1597 escribió Romeo y Julieta y El sueño de una noche de verano, dos obras de amor y de juventud, y los dramas históricos Ricardo II, El rey Juan y El mercader de Venecia.

En 1598 la compañía de Chamberlain se instaló en el nuevo teatro The Globe (El Globo), cuyo nombre se uniría al de Shakespeare para siempre. Ésta parece que fue la etapa más feliz del escritor, la época de las comedias Mucho ruido y pocas nueces, Como gustéis, Las alegres comadres de Windsor (que según la leyenda fue escrita en quince días por encargo urgente de la reina), Noche de Reyes y Bien está lo que bien acaba, escritas todas entre 1598 y 1603. De estos años son también (como anticipando su próxima etapa) Julio César, Troilo y Crésida y su obra más famosa y perdurable, Hamlet.

A la muerte de Isabel l en 1603, Jacobo I, hijo de María Estuardo y rey de Escocia desde 1567, se convirtió también en rey de Inglaterra y la compañía de Chamberlain pasó bajo su protección con el nombre de King's Men (Hombres del Rey). A pesar del cambio de nombre y de protector, el teatro mantuvo su carácter público: hicieron representaciones para todo el mundo, incluso para la corte.

Ante tal éxito, la compañía inauguró una pequeña sala cubierta en 1608, la Blackfriars, con una entrada más elevada y para un público más selecto. Financieramente, la compañía funcionaba como una sociedad anónima de la que Shakespeare fue uno de sus más importantes accionistas. Debido a la buena administración, su posición económica se afirmó aun mas: compró varias propiedades en Londres y en Stratford, hizo distintas inversiones, entre ellas algunas agrícolas, y en 1605 compró una participación de los diezmos de la parroquia de Stratford, gracias a lo cual (y no a su gloria literaria) sería enterrado en el presbiterio de la iglesia.

El último acto:

Shakespeare tuvo siempre obras en escena, pero nunca aburrió. Entre 1600 y 1610 no dejó de estar en el candelero con sus príncipes impelidos a acometer lo imposible, sus monarcas de ampuloso discurso, sus cortesanos vengativos y lúgubres, sus tipos cuerdos que se fingen locos y sus tipos locos que pretenden llegar a lo más negro de su locura, sus hadas y geniecillos vivaces, sus bufones, sus monstruos, sus usureros y sus perfectos estúpidos. Esta pléyade de criaturas capaces de abarrotar cielo e infierno le llenaron la bolsa.

A fines de siglo ya era bastante rico y compró o hizo edificar una casa en Stratford, que llamó New-Place. En 1597 había muerto su hijo, dejando como única y escueta señal de su paso por la tierra una línea en el registro mortuorio de la parroquia de su pueblo. Susan y Judith se casaron, la primera con un médico y la segunda con un comerciante. Susan tenía talento; Judith no sabía leer ni escribir y firmaba con una cruz. En 1611, cuando Shakespeare se encontraba en la cúspide de su fama, se despidió de la escena con La tempestad y, cansado y quizás enfermo, se retiró a su casa de New-Place dispuesto a entregarse en cuerpo y alma a su jardín y resignado a ver junto a él cada mañana el adusto rostro de su mujer. En el jardín plantó la primera morera cultivada en Stratford. Murió el 23 de abril de 1616 a los cincuenta y dos años, en una fecha que quedó marcada en negro en la historia de la literatura universal por la luctuosa coincidencia con la muerte de Cervantes.

Los misterios de Shakespeare:

Es cierto que la juventud del poeta ofrece los pasajes más desconocidos para el biógrafo. Sin embargo, los verdaderos misterios de su vida pertenecen a aquellos años en que su carrera puede ser reconstruida con bastante fidelidad. El más conocido de estos enigmas está relacionado con sus Sonetos, publicados en 1609, pero escritos, en su mayor parte, unos diez o quince años antes. Uno de los protagonistas de los 154 sonetos es un apuesto joven a quien el poeta admira mucho, y el otro es la famosa dark lady, "dama morena", que le fue infiel con el anterior.

Muchos intentaron encontrar en estos poemas claves de la vida interior de Shakespeare, pruebas de su presunta homosexualidad, afirmando que el joven galán de los sonetos o, tal vez, la "dama morena" no era otro que el conde de Southampton, mecenas del debutante autor, a quien le había dedicado sus dos primeras obras poéticas. No se sabe con certeza quién era el objeto de la adoración secreta del poeta. Sus únicas referencias personales comprensibles y claras son menudencias: que sufría de insomnio, que le gustaba la música, que reprobaba las mejillas pintadas y el uso de las pelucas.

Otra de las incógnitas es que sus años de más éxito social, económico y profesional, entre 1603 y 1612, coinciden con la época de sus grandes tragedias, sus obras más amargas y desilusionadas, como Otelo, El rey Lear, Macbeth, Antonio y Cleopatra, Coriolano y Timón de Atenas. Incluso la última comedia de estos años, Medida por medida, es más sombría que muchos de sus dramas. Además, sus últimas cuatro obras, Pericles, Cimbelino, El cuento de invierno y La tempestad, su maravillosa despedida del teatro y del mundo, muestran una curiosa incursión de elementos novelescos y pastoriles en su teatro, sin duda bajo la Influencia de la nueva generación de dramaturgos como Francis Beaumont o John Fletcher. Hay otras dos obras, Enrique VIII y Los dos nobles parientes, ambas de 1612-1613, cuya autoría parcial suelen atribuírsele, ya que según todos los indicios fueron escritas en colaboración con el joven Fletcher, con las que el número de sus piezas teatrales sumarían 38. Pero La tempestad es considerada universalmente como su última obra.

Sea como fuere, lo cierto es que alrededor de 1613, es decir a los cuarenta y ocho años de edad, en pleno poder de sus facultades mentales y en el cenit de su carrera, Shakespeare rompió abruptamente con el teatro y se retiró a su ciudad natal como podría hacerlo un pequeño burgués que después de una vida de trabajo quisiera gozar de sus bienes en la quietud campestre. Sus últimos años transcurrieron como los de un respetado hidalgo rural: participaba en la vida social de Stratford, administraba sus propiedades y compartía sus días con sus familiares y vecinos.

Sus obras siguieron en cartelera hasta después de su muerte, y debió conservar algún contacto, aunque sólo amistoso, con el teatro. Incluso se dijo, según una leyenda registrada casi medio siglo después, que murió a consecuencia de un banquete celebrado en compañía de su colega Ben Jonson. Contradice a esta historia el hecho de que un mes antes de su muerte dictara su testamento rubricándolo con una firma temblorosa que permite imaginar que ya se encontraba enfermo.

El testamento, extenso y minucioso, está relacionado con el último misterio de la vida de Shakespeare, aunque sea sólo menor y de orden anecdótico: después de nombrar como heredero principal al marido de su hija mayor, Susan, y de legar valiosos objetos de oro y de plata a su otra hija, Judith, dejó a su mujer su «segunda mejor cama». Nadie ha podido descifrar el significado verdadero de tan extraño legado, que, a su vez, dice mucho del cariz del matrimonio del poeta.

La posteridad se ha ocupado de Shakespeare más que de cualquier otro autor, y no sólo en el sentido positivo. Muchos querían negarle la autoría de su obra atribuyéndosela a espíritus más elevados, preferiblemente de origen ilustre. A Voltaire y a Tolstói, por ejemplo, les irritaba no la persona del poeta (o su origen plebeyo), sino su obra, que es lo contrario a todo orden clásico, regla artística o realismo formal. Es la misma libertad: verbal, dramática, emocional. Se expresa con veloces imágenes, en una misma obra salta años, países y mares, cambia azarosamente los hilos de la trama y alterna el tono cómico con el trágico. Su obra es la perenne inquietud y su perspectiva, el infinito. Hace caso omiso de los cánones de la composición porque obedece a unas leyes más importantes y atávicas que las de la unidad de tiempo o de lugar. Nadie logró inmortalizar a tantos personajes como ese dramaturgo que prácticamente no llegó a inventar ni una sola historia propia.

En una de esas metáforas asombrosamente plásticas que tanto abundan en su obra, Shakespeare define la gloria como «un circulo en el agua / que nunca cesa de agrandarse / hasta llegar a ser tan ancho / que se disipa en la nada...». Pero la suya no fue así. No tendió a desvanecerse, ni siquiera a languidecer: después del relativo desinterés por su obra en los tiempos de moral puritana y de gusto neoclásico, a partir del prerromanticismo se le volvió a descubrir de modo universal. Desde entonces todas las épocas y estilos tienen su propio Shakespeare, corroborando la predicción de su amigo y rival, Ben Jonson: «Él no era de una época sino para todos los tiempos».

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